Educación y Cultura

Mi vecino escribe...'Nunca es tarde' por Carlos Picazo

28 de Julio de 2022. 13:16 - Carlos Picazo
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Un caserón abandonado y la macabra tragedia que tuvo lugar en su interior es el argumento del relato que esta semana nos trae la sección  'Mi vecin@ escribe''. Carlos Picazo, su autor y vecino de Villanueva del Pardillo desde 2021, combina la informática con su participación en clubs de lectura y escritura. Como aficionado a la escritura tiene publicados dos relatos -'Impune' y 'IX' - mientras que su escrito 'Hormigrañas' ha sido seleccionado para el segundo volumen de T.Errores, pendiente de publicación en este año.

Nunca es tarde

El caserón se alzaba entre las sombras pleno de una dignidad carcomida. Dos plantas de diseño rural se mantenían en pie, acosadas por una hiedra descomunal que parecía querer devorarlas lentamente. Al otro lado, las ruinas de un cobertizo y algunas otras estructuras más pequeñas formaban masas informes de piedras y maderas, tan irreconocibles como carcasas de animales descompuestos.

La verja del jardín se mantenía en pie protegiendo los secretos de un lugar con fama propia. Dana se aferraba a sus barrotes buscando con la mirada por dónde entrar. Muchos habían invadido el terreno antes que ella y, por sus historias y rumores, había elegido ese lugar para buscar respuestas sobre la vida y la muerte.

Dana se había criado en el pueblo durante sus años de esplendor y formaba parte de esa juventud que había emigrado cuando, a la sombra de la nueva autopista, la localidad se marchitó y empezó a pudrirse.

Por eso conocía bien lo que se decía sobre el caserón de los Velasco; una familia arrogante que hizo mucho dinero en el pasado y que, con la decadencia del pueblo, terminó en la miseria. Martín Velasco, el hijo mayor de la familia, solo había conocido un hogar lleno de abundancia y soberbia y era ajeno a los rigores de la pobreza. Alcohólico, temperamental y déspota, acostumbraba a pagar sus frustraciones con cualquiera: con los animales salvajes y de granja, con los vecinos, y con su propia familia.

Sus desgracias y problemas eran vox populi y no hubo sorpresa cuando una noche de otoño terminó con la vida del clan, derrotado en su pequeño palacio.

En adelante, el caserón fue conocido como una casa maldita, encantada, diabólica, y cada  habitante del pueblo parecía tener una historia nueva y diferente para amamantar su macabra leyenda: gritos en la madrugada, luces que se encendían, animales colgados, sombras recortadas contra las ventanas, y todo un nutrido catálogo de fenómenos perturbadores.

Dana apenas recordaba a los Velasco y, sin embargo, había acudido allí aquella noche dispuesta a investigar qué había de verdad en las historias que la aterrorizaron de niña.

Saltar la verja no le supuso mayor reto, solo lamentaba estropear sus pantalones de vestir y la blusa que había llevado al velatorio. La vereda de entrada estaba invadida por malas hierbas de una altura sorprendente. Rodeó la casa husmeando por las ventanas para asegurarse de que no había dentro ni mendigos ni intrépidos chavales de botellón. Subió los escalones del porche con el escepticismo de una mujer adulta, con mucho mundo, que no creía que hubiese nada a lo que temer.

La puerta doble de la entrada no impidió su paso a una estancia oscura y cargada de humedad. Linterna en mano, se adentró unos pasos justo antes de que el portón se cerrara solo, lentamente, con un lamento de bisagras. Un escalofrío recorrió su cuerpo con el chasquido del resbalón. Lo volvió a abrir y lo soltó para descubrir que solo era cerrado por su propio peso. No había ninguna mano fantasmal actuando.

Recorrió las salas iluminando los destrozos, las botellas, los grafitis y el mobiliario desvencijado. Se detuvo un momento en los cuadros de retratos preguntándose si serían esos los Velasco del incidente. Su vena de reportera le recriminó no haber investigado mejor los antecedentes de la familia y su genealogía.

En el salón buscó el atizador con el que Martín Velasco había matado a su padre después de una discusión regada de orujo. «Se lo llevaría la policía, claro». Se detuvo iluminando el suelo en su búsqueda concienzuda de manchas de sangre, donde esperaba sentir algún tipo de presencia. Nada, había pasado demasiado tiempo y no había nada.

Los escalones de la escalera crujían con cada paso y oyó un silbido tétrico más allá del rellano del segundo piso. Percibía su respiración haciendo eco. Con gusto habría salido corriendo de la casa en ese mismo momento. Agarrada al astillado pasamanos, apretó los ojos. «He llegado hasta aquí buscando una señal inequívoca, no puedo asustarme de mis propios ruidos. Pude con la misión de Irak y podré con esto».

En su paseo por la planta superior localizó el dormitorio en el que Martín Velasco había asesinado a su madre ebrio de cólera. Los cristales de las ventanas estaban destrozados y había piedras por el suelo que daban testimonio de las incursiones de aburrimiento vandálico por parte de los chavales del pueblo. Se quedó ahí de pie deseando que alguna voz de ultratumba sisease en su oído, pero solo escuchó el sonido de una paloma aleteando en alguna parte. Giró bruscamente sobre los talones esperando ver un rostro descompuesto y cadavérico a  punto de abrazarla. Soltó el aire; solo había más oscuridad.

Tenía toda la noche para esperar a que ocurriese algo, a que alguna de aquellas almas torturadas acudiese a su presencia para echarla de la casa. Sacó de la bolsa el neceser y se fue al baño. La taza estaba rota, destrozada. Escudriñó en lo que quedaba del espejo lo que tenía detrás. En el cristal estaba escrito, con un rotulador, que allí Martín Velasco había matado a su hermano pequeño.

Abrió el neceser buscando una toallita con la que retirarse el maquillaje. Mientras se limpiaba la cara, recordó la última vez que había ido a un velatorio. Había sido acompañando a su amiga Nawara, de catorce años, que enterraba a su padre de El Frente Polisario. Aquel invierno, su agencia de noticias no estaba todavía al borde de la bancarrota. Ella le preguntó que por qué parecía contenta y la niña le explicó que tenían el convencimiento de que los muertos asistían a sus propios funerales para despedirse y quería que su padre la recordase sonriendo. Dana llevaba todo el día con ese pensamiento en la cabeza.

Casi por casualidad, sus ojos se fijaron en el pintalabios que guardaba en el neceser. Era el mismo que utilizó la noche en la que cometió el peor error de su vida. Se había tratado de convencer de que todo lo que sucedió entonces había sido casual, un momento de debilidad, pero ese detalle ilustraba de rosa pálido  una cierta premeditación en su infidelidad.

Antes de tumbarse en la cama, dispuso en una mesilla algunas cosas que había llevado para la ocasión: un espejo, un termómetro digital, una vela, el móvil y su cámara de fotos.

Un rato después, la llama de la vela bailoteó helándole la sangre. Se levantó de un salto y pudo notar el frío envolviendo su cuerpo. No había sido otra cosa que una corriente de aire que paseaba entre la ventana rota de la habitación y la ventana rota del despacho, al otro lado del pasillo.

Lejos de rendirse, hizo otra ronda y comprobó el termómetro. Las bajadas bruscas de temperatura eran sinónimo de un espíritu absorbiendo energía del ambiente para manifestar su presencia. Era una teoría bien asentada en el mundo paranormal. Marcaba quince grados menos que al anochecer.

El corazón le martilleaba en el pecho. Tuvo una intuición, el momento había llegado. Afiló los sentidos buscando el más mínimo indicio. Sentía una mirada clavada en ella. Recorrió con la cámara de infrarrojos el dormitorio en el que Martín Velasco se había suicidado. Esperaba ver en la pantalla el latir de una figura acechante que sus ojos no distinguían de las sombras. Nada. Comprobó en su teléfono que toda la comarca registraba la misma evolución térmica. Las condiciones de la casa no tenían nada de particular. Otra falsa alarma y vuelta a la cama.

A las cinco de la mañana se activó una notificación iluminando el techo. En 24 horas salía su avión hacia Polonia, donde debía reunirse con los contratistas en su camino hacia Kyiv para cubrir el conflicto. «Contratistas, vaya eufemismo de mierda para decir mercenarios…».

No podía quedarse eternamente en el caserón esperando a que sucediese algo. Decidió que con el final de la vela desistiría, así que, cuando la llama se extinguió dejando un hilo de humo brillante, se levantó y bajó las escaleras decepcionada. Al salir no le importó que las puertas quedasen abiertas de par en par.

—Casa embrujada… ¡Y una mierda! No es más que un montón de tablones podridos y paredes mohosas.

Vencida, se sentó en la escalera del porche, se encendió un cigarrillo y rompió a llorar. Buscaba algo que ratificara su creencia en los fantasmas. Lo necesitaba porque, si hubiese más vida tras la muerte, quizá aún pudiese ser perdonada por su traición. El dolor que había causado la acompañaría siempre y su duelo no tendría fin.

La casa reposaba en silencio absoluto mientras Dana luchaba por enjuagarse las lágrimas. A su espalda, las puertas no se cerraban por su propio peso. Martín Velasco las sujetaba mostrando los colmillos y arrugando la nariz con una mueca lupina y cruel.

Mi vecin@ escribe

Cada dos semanas la sección #MiVecinoEscribe publica el mejor relato de entre todos los escritos por los alumnos del Taller de escritura creativa impartido por la escritora, referente del género negro en España, Mónica Rouanet. Puedes leer todos los retalos publicados hasta la fecha aquí.

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